viernes, agosto 11, 2006

HIMNOS DE SION

Crónica que relata lo que puede suceder en el momento menos pensado si de pronto escuchas unos himnos.

Hace unas semanas asistimos con el editor de este blog a la presentación de un grupo coral de la BYU, como parte de la conmemoración de los 50 años de la Iglesia en el Perú. Admito que la principal motivación para asistir tuvo que ver más con una expectativa puramente estética. Quería oír, complacido, interpretaciones esplendidas, o algún depurado trabajo coral. Pero lo que sucedió nada tuvo que ver con la satisfacción de esos deseos. En realidad, fueron superados ampliamente, pero desde otra perspectiva. Como experiencia personal fue mucho más de lo esperado.
Y no parecía. Pues cuando por fin llegamos al salón de actos del IRU, había en el ambiente la sensación de estar en una reunión más bien cotidiana. Para ser la conmemoración de los 50 años de la Iglesia en el país, el evento, de entrada, no anunciaba la importancia que ameritaba: escaso público a pocos minutos de iniciar el recital y evidentes movimientos logísticos de última hora. De ese modo, esperanzados en la calidad de los cuatro intérpretes que se anunciaron esperamos el inicio.
No es que nos estemos quejando, solo intento contar la experiencia, tal cual fue, sin edulcorar nada, y de cómo pese a los inconvenientes se convirtió en un día muy recordable. Por eso no hay afán quejoso cuando digo que la baja calidad del equipo de sonido se hizo evidente desde la primera canción. Porque ese mismo hecho realza la experiencia. Pues luego de iniciado el acto, interpretación tras interpretación, con cada canto nuevo se fue prestando menos atención a los detalles técnicos. Sobre todo en la parte final del programa, que fue lo que marco la diferencia de ese día con cualquier otro día normal.
Todo se fue configurando. Para empezar Emily S. Duke, sorprendía con una melodía andina en su voz de soprano. Cantaba a Wiracocha, el Dios blanco de los Incas. Ella, una joven ex misionera, e hija de una cultura tan distinta a la nuestra, abría el recital con un canto peruano. Era un buen inicio.
Enseguida, el director del grupo el hermano J. Arden Hopken, para seguir con las sorpresas entonaba en quechua el huayno La Cuzqueñita. Esta interpretación tuvo cálida acogida, al menos para el que esto escribe, por el especial entusiasmo con que fue hecha. Tal vez se explica en el cariño que Hopken tiene por nuestro país. Hace 40 años fue un misionero en estas tierras.
Siempre dentro del repertorio de música peruana, la hermana Gabriela Quezada, conocida nuestra y el hermano Juan Héctor Pereyra de nacionalidad chilena, interpretaron la marinera Soy Peruana, Soy Limeña, y el emblemático vals La Flor de la Canela, respectivamente. Cabe destacar estas dos últimas interpretaciones, y especial mención a la del chileno que lo hizo con un salero propio del limeño más mazamorrero.
Luego se sucedieron más temas del cancionero latinoamericano. Argentina, Colombia, Brasil, Chile estuvieron presentes a través de sus canciones. Letras que hablaban de añoranzas a pueblos y amadas. Hubo una melodía muy emotiva cuyo texto narraba una despedida. “Cuando rompa el alba tendré que partir” iniciaba el canto y entonces todos seguían la magnífica e intensa interpretación de Pereyra atentos a esas palabras de amor de dos seres que se alejan. Se trataba de una desconocida canción del folklore de Chile que, sospecho, muchos de los que estuvieron la recordarán por buen tiempo.
Hasta aquí ya había motivos suficientes para salir contentos. Para alguien que disfruta de la música que se canta con el corazón la sencillez del evento ya estaba justificada. Pero entonces vino el intermedio y como segunda parte del programa se anunciaron Himnos de Sion. Confieso que a lo máximo que llegó mi entusiasmo con ese anunció fue pensar: “a que bien, que arreglos harán”.
Los arreglos fueron sencillos. Algunos himnos se cantaron en solitario y otros en forma coral, pero, insisto, muy sencillos, como podría hacerlo un coro de algún barrio. Pero eso no importa. Algo sucedió. Casi escribo: no se que paso. Pero sería mentira, porque esta muy claro para mi lo que fue, pero honestamente, no lo esperaba.
Ya no fueron cantos, fueron, sobre todo, testimonios. No quiero parecer pomposo o solemne, nada de eso. Solo ser sincero y compartir que, de una manera muy sencilla e íntima supe, una vez más, a través de la interpretación muy sentida de unos himnos, la verdad de algunos asuntos.
Los himnos elegidos fueron, en orden de interpretación: Soy un Hijo de Dios, Yo se que vive mi Señor, El amor del Salvador, Donde hay Amor, Pensaste Orar, Su Luz en Mi, Tu me has dado muchas bendiciones Dios, y finalmente una muy emotiva Hermana Glade, esposa del presidente del Templo, canto El Padre Nuestro.
Las deficiencias de sonido a estas alturas era una anécdota pasada ¿Quién se acordaba? Lo que sucedía era que en escena estaban unos hermanos de fe de distintas nacionalidades cantando en un solo idioma: la verdad del evangelio de Jesucristo a través del lenguaje del Espíritu.
El presidente Spencer W. Kimball alguna vez dijo que “algunos de los más grandes sermones que se han predicado se han expresado por medio del canto de un himno”. Un sermón según el diccionario es el discurso para la enseñanza de la buena doctrina. Nunca más acertadas unas palabras para esta ocasión.
En lo que respecta a mí, permítanme expresarles con humildad, que aquella noche por medio de estos cuatro hermanos, dos norteamericanos, una peruana y un chileno, se reafirmo en mi corazón, a través del Espíritu Santo, el conocimiento de ser un hijo de Dios que necesita ser guiado, así como el consuelo del efecto salvador de nuestro señor Jesucristo.
Por eso fue un día distinto. Por eso desde esa vez cuando suena un himno estoy más atento. Gracias a todos, y ojalá organicen más recitales. Mientras tanto yo organizaré mis muy personales conciertos. Serán con guitarra y en mi cuarto.

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